lunes, 25 de noviembre de 2013

Camille



Nunca había sido el tipo de dama de sociedad que a sus padres les hubiera gustado que fuera. Arruinó tres matrimonios arreglados en menos de cuatro años, y su fama de caprichosa estaba empezando a pesarle a la familia.
Su madre ya había agotado todos sus esfuerzos de sermonearla para que dejase sus berrinches de niña malcriada y tomase al próximo hombre de bien que se presentara a su puerta.  Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de casarse con quien la escogiera sin su consentimiento. Ella quería algo más.
Acostada en su cama, Camille observaba cuidadosamente el techo. La seda de sus ropas de dormir acariciaba suavemente su tersa piel. Desviaba la mirada a los rincones, como si estuviera escrudiñando las sombras en búsqueda de una rata… ¡y qué rata estaba buscando!
Sonrió al escuchar los conocidos tres golpeteos en la ventana. Se quitó las sábanas de encima y dejó que el viento helado de la noche inundara el cuarto.  Por la abertura ingresó al aposento un ser extraño: un hombre sobrenaturalmente apuesto, de cabello cobrizo, piernas largas y postura erguida.
Ella se lanzó a sus brazos sin pensarlo dos veces.  El extraño la tomo por la cintura y ambos se envolvieron en un apasionado y largo beso.
-Sabía que iba a venir- dijo ella, apartando al hombre sutilmente, con las manos  todavía en su pecho.
-Nunca la dejaría esperando, my lady- contestó el caballero, quitando un mechón de cabello del rostro de Camille. Sus uñas estaban largas y afiladas, pero perfectamente pulidas y arregladas.
Delicada pero firmemente él la llevó a la cama y allí consumaron su amor, como tantas veces habían hecho ya, al amparo de la luz de la luna.
-¿Y ya lo has decido?- Preguntó la muchacha, mirándolo a los ojos,  una vez terminado su ritual prohibido. Ella estaba apoyada en su pecho, con el cabello alborotado y la piel brillante de  sudor.
-¿Decidir qué?- contestó él, con un tono indiferente pero con una sonrisa maliciosa.
-¿Cómo que qué? Si has decidido sobre nosotros. Comprenderá que ya no me es posible desposar a nadie más que a usted, puesto que me ha poseído como solo un esposo debería poseer a una dama- respondió, un tanto alterada.
-Oh, no se preocupe por eso, my lady, usted sabe que estaré a su lado hasta el día de su muerte.
Ella sonrió y se acurrucó en el lecho junto a su amante. Quedó profundamente dormida en cuestión de segundos.
El hombre la contempló durante unos momentos y recorrió su cuerpo con sus manos sutilmente, inspeccionando cada rincón. Se sonrió. Despacio, se libró de las ataduras de los brazos de la joven, no sin antes susurrar algo en su oído. Ella apretó los ojos y se dio vuelta en su cama.
Él se fugó por la misma ventana por la que había entrado.
A la mañana siguiente, pese a las horribles pesadillas que la culpa de dama de sociedad le traía cada que tenía un encuentro nocturno, Camille despertó con una sonrisa. Buscó con los brazos a tientas el cuerpo de su adorado, sin encontrarlo. La sonrisa se le desdibujó, aunque realmente nunca esperase hallarlo junto a ella cuando despertaba. De hecho, a veces ella llegaba a preguntarse si en realidad estaba loca y su elegante caballero no era otra cosa que un sueño o un producto de su imaginación.
Sus criadas llegaron a la hora de siempre, la vistieron como siempre, y la ayudaron como siempre a hacer sus tareas de dama.
Durante el almuerzo y la cena no probó bocado, y de su usualmente habladora boca no salieron más que palabras de cortesía y respuestas sumamente necesarias, pero a la vez escuetas, cuando algo se le preguntaba.   
 Llegó a su cuarto media hora antes de lo que solía hacer habitualmente. Despachó a las criadas temprano, sin permitirles que la ayudasen a salir del apretado corsé y el pesado vestido.
Se miró al espejo, sus rulos caían en cascada sobre su piel pálida. Sus ojos marrones clavados en su reflejo vieron relucir el puñal que levantó con sus dos manos y enterró en su propia carne. El rojo carmesí de la sangre inundó su falda de brocado.  Sintió frio.
Un par de ojos rojizos refulgieron a sus espaldas, un elegante caballero de cabellos cobrizos, piernas largas y postura erguida, salió  de entre las sombras del cuarto en penumbras y se acercó al cuerpo sin vida de Camille. La besó en los labios y removió el puñal de su pecho.
Acto seguido, con el mismo filo que había acabado con la vida de su amada, le abrió el estomago de par en par y de el sacó a una pequeña criatura deforme y escamosa. Lo tomó en brazos y lo acunó para que no llorara.
Con la sonrisa mas macabra de todas, el incubo salió de la habitación cargando al recién nacido y, abriendo un enorme par de alas membranosas, planeo hasta perderse en la espesura de la noche.

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