Sentada
en su cama, con los ojos fijos en la ventana, suspiró nuevamente. Corrió las
sabanas y se levantó despacio. El primer botón de la camisa vieja que llevaba
puesta a modo de pijama se le abrió, dejando ver el comienzo de su pecho. Un sonido de metal golpeando el suelo resonó en el cuarto por un breve instante.
Caminó
en silencio por el pasillo. Llegó a la cocina, se sirvió un vaso de agua. Bebió
sin emitir sonido.
Fijó
la vista en el suelo, sus pies se acariciaban sutilmente el uno con el otro. Distraídamente
dejó caer el vaso al piso. La gravedad hizo lo suyo y rompió el silencio de la
noche. Sobresaltada, aguardó un instante, escuchando como la quietud regresaba.
No tardó en hacerlo. La noche estaba tan oscura y vacía que el sonido de los
cristales estrellándose fue absorbido por las tinieblas tan pronto como se
desencadenó. Cuidándose de no enterrarse un vidrio en la planta de los pies,
arregló el desastre que acababa de hacer.
Como
un fantasma recorrió el camino de vuelta a su cama. El continuaba ahí, inmóvil,
en su lado preferido del colchón. Se preguntó en qué lugares estaría él ahora,
sumido en ese mundo inaccesible para aquellos que aún tienen los ojos abiertos.
Se preguntó también si acaso ella se le uniría pronto.
Quería
recostarse, pero sabía que no iba a poder dormir. Apretó contra su pecho el
relicario de oro en forma de corazón que él le había regalado en su primer
aniversario. Las lagrimas brotaron inmediatamente de sus mejillas, como
invocadas por aquel simple movimiento.
Se
quedó de pie, ahí, junto a la ventana. La luz de luna hacía resplandecer el pequeño objeto de metal que se había caido. Ella sollozaba en silencio mientras lo veía a
él y su expresión serena, con sus hermosos ojos celestes cerrados delicadamente
y esa extraña mancha roja que inundaba su costado derecho y se extendía…se
extendía por toda la sábana.