sábado, 7 de junio de 2014

Los Amantes Desconocidos, Alejandro Dolina

La sociedad de Amantes Desconocidos de Flores fue tal vez la entidad más secreta del barrio. Su misma naturaleza hacía imprescindible la discreción.

Hace algunos años, cada vez que alguien recibía una carta de amor sin firma los hombres sabios no vacilaban en atribuirla a la Sociedad. Era esto un error: siempre han existido enamorados ocultos, sin que haga falta inventarlos.

Por otra parte, cabe razonar que la obra de los Amantes Desconocidos sólo pudo tener buen efecto en la medida en que no les fuera atribuida.

Se calcula que en los años de su actuación, la Sociedad fraguó más de dos mil historias de amor.

El procedimiento habitual era sencillo. Sin mayores ceremonias se elegía a una persona cualquiera. La mayoría de las veces se trataba de solitarios, melancólicos, desengañados, aburridos o simplemente amigos a quienes la entidad deseaba favorecer.

El paso inmediato consistía en crear un amante ficticio para la persona elegida. Un equipo de ingeniosos creativos se encargaban del asunto. A los ingenieros les inventaban adolescentes pícaras. A las modistas de la calle Morón les dibujaban nobles arruinados. A los Hombres Sensibles les hacían amantes románticas y trágicas, pero también muy pechugonas, que eran una verdadera delicia.

Una vez establecidas las características generales del amante ficticio, se enviaba la primera comunicación. Así, muchos hombres y mujeres de Flores recibieron sorpresivas declaraciones anónimas que los llenaron de estupor.

Se transcribe a continuación la carta que llevara el número de orden 1114.

"Querido ingeniero Atilio D. Gallardo:
Le escribo desde las tinieblas de mi soledad. Le ruego que me disculpe si
usurpo su preciosa intimidad. Pero existe, mi querido ingeniero, un sentimiento dentro de mí que ya no puedo dominar. Es preciso que usted sepa que lo amo, ingeniero. Usted no me conoce... O para decirlo mejor: usted jamás ha reparado en mí. ¿Quien soy...? No creo que valga la pena que usted lo sepa. Digamos que me llamo Luisa, aunque ese no es mi verdadero nombre. Algunos dicen que soy joven y hermosa, pero tal vez exageran. Ah... si supiera, ingeniero, cuántas veces he llorado por usted.
Si supiera cuántas noches he despertado llorando y pronunciando su nombre: Atilio. En mi cuarto tengo un pequeño retrato suyo que he recortado de la revista "Temas de la construcción." Usted tal vez se ría de los delirios de una pobre muchacha enamorada. Pero ya no puedo luchar mas contra mi corazón, ingeniero.
Quiero proponerle algo. Escríbame. Cuénteme algo de su vida. Desde luego,
todavía no pienso revelar mi verdadera identidad, de modo que deberá usted dirigirse a Luisa, Casilla de Correo 32.
Un beso apasionado de su Luisa."

Después comenzaba la verdadera historia. El ingeniero respondía, Luisa escribía otra vez, el ingeniero reclamaba un encuentro, Luisa se negaba... Y entre carta y carta se iban conociendo e interesando cada vez mas.

Por supuesto, el encuentro no debía producirse jamás. Y esta es en verdad una regla de oro de los amantes desconocidos, reales o ficticios.

Toda relación deberá girar alrededor de un encuentro futuro. Pero es fundamental el no encontrarse nunca. Las razones se ven venir: todo amante desconocido es perfecto. Tiene la cara que uno desea. Es, a nuestro capricho, morocho, rubio o ambas cosas a un tiempo. El amante desconocido no tiene defectos, no tartamudea, no fastidia con cosas cotidianas. Pero hay una virtud fundamental: por no ser nadie es también todas las personas del mundo. Si se comete el desatino de darle una identidad cierta, el amante desconocido se achica, aunque sea un ángel. Si es alto, ya no podrá ser petiso. Si es atlético, ya no podrá ser enclenque. Si es Juan, ya no podrá ser Pedro. Si es Luisa, ya no podrá ser Esther.

Por estos mismos motivos, la Sociedad de Amantes Desconocidos jamás enviaba fotografías aunque si las reclamaba de sus beneficiarios. La actividad de estos filántropos tenía por objeto combatir la soledad y la desdicha. Y cabe señalar que su acción despertaba en los vecinos del barrio un sano espíritu de emulación. Al conocer la existencia de enamorados secretos, muchas personas descubrían dentro de sí esa misma condición. Y así, junto a los amantes de ilusión creados por la Sociedad, cundieron los amantes secretos verdaderos.

En sus buenos tiempos, Manuel Mandeb se carteaba con cuatro amores misteriosos.

El pensador sospechaba que por lo menos dos eran obra de la Sociedad, más que nada, por el papel barato de las cartas. Pero sus investigaciones lo llevaron a comprobar la existencia cierta de las otras dos. Una de ellas resulto ser una compañera de un curso de guitarra que Mandeb seguía penosamente. Cuando el hombre se presentó ante ella con las cartas en la mano, la chica rompió a llorar y huyó para siempre.

La última de las amantes secretas era -según se supo mucho después- Beatriz Velarde, la piba más hermosa de Flores, de quien -a su vez- Mandeb era enamorado secreto en otra colección de cartas.

Pero estaba escrito que Manuel y Beatriz no se amaran nunca.

El ingreso a Amantes Desconocidos de un grupo de redactores humorísticos y malévolos provoco una serie de catástrofes que marcaron al decadencia de la Sociedad.

Estos profesionales, que perseguían únicamente la diversión personal, empezaron a enviar cartas a damas casadas y a urdir toda clase de intrigas chuscas.

De este modo consiguieron que la Sra. Aurora B. de García Vassari se presentara a las cuatro de la mañana con una vela en la mano en el fondo del pasaje Trieste.

Asimismo fueron los culpables de infinidad de divorcios, riñas, peloteras y toletoles entre los matrimonios más acrisolados de Flores.

Pero hay que mencionar un fenómeno curioso que les ocurría a casi todos los miembros de la Sociedad.

Conforme avanzaba la correspondencia con los beneficiarios, muchos guionistas se enamoraban de verdad. La conocida redactora publicitaria Luz Vasallo se volvió loca de amor por el poeta Jorge Allen, cuyo caso atendió durante meses. Para evitar estas situaciones, las autoridades de la entidad resolvieron una rotación de guionistas. Pero el resultado fue desastroso. Las cartas perdían coherencia y verosimilitud, pues los redactores no alcanzaban a compenetrarse debidamente en su función.

Sobre el final de sus actividades Amantes Secretos recurrió al teléfono.

No fue una experiencia feliz. El lenguaje telefónico es menos tolerante con la creación artística y -por lo demás- muchos guionistas soltaban la carcajada en medio de las charlas, provocando cierta perplejidad en el cliente.

El juego de los Amantes Desconocidos era sin duda apasionante. Pero aunque admitía procesos más o menos prolongados, al cabo terminaban por extinguirse.

Nadie puede resistir mucho tiempo la tentación de conocer. Todos, tarde o temprano, exigen al consumación del amor epistolar.

Y así terminaban todas las historias. La mayoría de las veces con el silencio y el olvido. En alguna ocasión, con encuentros mas bien desteñidos.

Ives Castagnino, el músico de Palermo, se encontró una vez con una dama desconocida que le había enviado cartas durante años. Cuando la vio en la esquina, se acerco y le dijo:

- Buenas noches. Soy el desengaño.

Hoy ya nadie habla de los Amantes Desconocidos de Flores. Pero esta entidad sin fines de lucro bien puede dejar en nuestro espíritu la sombra de una idea.

¿Por qué no convertirse uno en Amante Desconocido? ¿Por qué no ayudar con ilusiones a tantas almas solitarias que andan por la cuadra?

La vida está poniéndose muy aburrida. Sería maravilloso recibir una mañana de estas una nota perfumada y llena de besos que viene de no sé donde.

Dejo la inquietud a tantos guionistas, redactores, poetas y literarios que malgastan su tiempo jugando al billar.


Alejandro Dolina

Publicado en Crónicas del ángel gris, Bueno Aires, Ediciones de la Urraca, 1988

lunes, 26 de mayo de 2014

13.31

El reloj marcó las 13.31. "Pedí un deseo" pensó y se rió amargamente. Apartó el pelo de su cara y continuó contemplando el vacío.
Hubo una época en la que ver la hora capicua la obligaba a sentir esperanza, una época en la que el mundo podía permitirse esa tonta e insignificante magia, ese lujo de creer en milagros.
Pedirle un deseo al reloj era  la infundada alegría de aferrarse a algo y proyectar un futuro.
¿Qué era lo último que había deseado? ¿Un beso? Si, un beso. Rió de nuevo. Contemplar la posibilidad de tener cualquier cosa en el mundo que uno quisiera y pedir un simple beso era tan absurdo como la idea misma de que cierta hora marcada en un reloj podía conceder deseos.
Pero sí, un beso había sido. Qué ridículo. Más ridículo fue atribuirle el mérito al condenado reloj cuando por fin consiguió lo que quería. Cinco meses de cerrar los ojos fuertemente a las 12.21, a las 14.41, a las 20.02... y pensar. Pensar en el momento, pensar en la persona, pensar en el corazón que late fuerte. Cinco meses hasta por fin encontrarse con aquello que tanto deseaba y quedar...con un amargo gusto a arena en los labios y sal en las mejillas.
 Ese beso, sin embargo, era el que la había metido en ese hermoso lío en el que se encontraba. La magia obra de formas que uno no se espera.
Dos meses esperó rogando que se repitiera. Sesenta días a merced del tic-tac del reloj. Y deseando, siempre deseando.
Cuando por fin comprendió que con desear no alcanzaba, el minuto había acabado para ella. La hora mágica le estaba concediendo la misma gracia a otra persona.
Se encontró a sí misma cegada por la furia. Se desconoció en los pedazos rotos de aquel espejo, espejo que sostuvo entre sus manos hasta que se mancharon de sangre.
Su tren de pensamientos volvió a fijar la atención al segundero, que ya había marcado 45 tic-tacs. Resignándolo todo cerró los ojos y volvió a creer en la magia. Esta vez deseó ser libre.
El reloj marcó las 13.32 y el sonido de la puerta del pabellón rompió el silencio. Los pesados pasos de los borcegos y el tintineo de las llaves hicieron eco hasta detenerse frente a su celda.
Con un crujido la cerradura se abrió y las rejas rechinaron al correrse.
Si libertad era salir de allí, su deseo se había cumplido nuevamente. El momento había llegado. Caminó en completa calma, escoltada por el guardia, hasta el salón donde se encontraba la silla eléctrica.



jueves, 8 de mayo de 2014

Cuando ya no le importa.

—¿Tenés idea de lo que pasa cuando al espejo deja de importarle imitarte?
La vocesita inocente de Lucia hizo que Maria saltara de su asiento, sobresalada. La pregunta le sonó tan absurda que le pareció producto de su imaginación.
—¿Cómo? — Respondió entre risueña e incómoda. Era por esto que odiaba quedar al cuidado de su prima, los niños viven diciendo puras pavadas.
La niña sonrió. Le faltaban tres dientes de leche, y eso le daba un aspecto entre picarón y angelical. La miró seriamente y se aclaró la garganta.
—Que si tenés idea de qué pasa cuando al espejo deja de importarle imitarte ¡Es obvio que en algún momento se va a cansar!
María hizo lo posible para no reirse de la pequeña.
—¿Cómo? — repitió.
—Ay, nena, si. Imaginate estar todo el día copiando a alguien. Lucía dice que es insoportable y que no ve la hora de dejar de hacerlo.
—¿Y vos que sabés de imitar a alguien todo el día? — le dijo Maria, haciendo lo posible para contener la risotada.
—No, yo no, la otra Lucía.
—¿Otra Lucí... — Fue interrumpida por un fuerte estallido de cristales. Provenía del piso de arriba, de la habitación donde estaba el gran espejo de madera de roble que su madre había comprado en una boutique de antiguedades.
Lucía salió corriendo entusiasmada, con una sonrisa de oreja a oreja. Se escuchó el sonido de sus pequeños pasos sobre el cristal roto y...¿Un sonido de pasos más pesado? El silencio que le siguió a eso fue aún más inquietante.

Lo único que María sabía con seguridad, era que no quería enterarse de por qué ahora el picaporte de la puerta del cuarto donde se encontraba estaba comenzando a girar.

martes, 6 de mayo de 2014

El Último Texto

 —Estás escribiendo sobre él — Dijo la mujer rubia mientras se reclinaba sobre el hombro de su copia exacta, quién estaba sentada en el viejo escritorio de madera balsa.
—No— Dijo la otra, sin mirarla a los ojos. No solía ver a la mujer escalofriantemente igual a ella que tenía a sus espaldas con mucha frecuencia, pero cada vez que aparecía, lo hacía con esos mismos ojos de reproche. Los odiaba.
—Sí. Te dije que dejaras de escribir sobre él— le susurró al oido con una voz que sonó perturbadoramente igual a la suya.
Y ahí iban de nuevo...la misma vieja discusión sobre cómo el tipo no les convenía, no las amaba y nunca iban a poder ser felices si no se desprendían de ese recuerdo. Era más que obvio que estaban de acuerdo en eso y aún así tenían esta conversación casi a diario.
—No puedo evitarlo. Estoy triste, cuando me siento triste escribo— dijo sin apartar la vista de la hoja de papel, sintiendo deseos de clavar su pluma en la garganta de ese cruel doppelganger que solo aparecía cuando peor se sentía.
—¿Ah si?— Tomó el papel que estaba sobre el esritorio y lo leyó en voz alta —"Quiera el destino que nuestros caminos se crucen de nuevo, por puro capricho y casualidad. Así poder sonreírte, decirte que todo está bien y que el tiempo no erosiona la ilusión"— Soltó una carcajada estrepitosa y burlona.
La otra mujer se deslizó en su asiento hasta casi desaparecer bajo el escritorio, el rostro completamente ruborizado. Cuando le hacía eso no podía evitar sentirse violada, más allá de lo absurdo que era avergonzarse frente a sí misma.
Las carcajadas se acallaron y esta vez ella la miró con el rostro severo y preocupado—Tenés que terminar con esta estupidez de una vez por todas. Ambas debemos hacerlo—.
Se incorporó en su asiento nuevamente y exhaló aire en un profundo suspiro —Hagamos un pacto— su rostro retomo el pálido color natural que siempre tenía. —Es el último texto, con esto le decimos adiós—.
Su compañera no se veía convencida, pero no tuvo más  remedio que aceptar. —Asegurate de escribir absolutamente todo lo que pensas, en ese caso— dijo.
Volvió a su lugar en el escritorio y tomó la pluma. Cerró los ojos un momento y al abrirlos comenzó a recitar las palabras que había pensado ya tantas veces y que no se atrevía a pronunciar: —Quiero decirle que no entiendo lo que pasó, que no me explico por qué todo terminó así—.
La otra mujer se acercó aún más y agregó —Quiero decirle que no lo odio, ni le tengo rencor, aunque no pase un solo día sin pensar en él y recordar lo que ambos hicimos—. La pluma se deslizaba rápido por el papel. Ahora estaban hablando a duo, en perfecta sincronización: —Quiero decirle que ya no me importa, aunque es obvio que es una mentira. Necesito que sepa que no me arrepiento de nada, aunque aún siga pagando el precio. Que se entere de que hoy, aunque todavía no abandono su recuerdo, ya no lo quiero—.
Siguieron hablando largo rato, sin ser interrumpidas más que por la pausa que el breve silencio generado por dar vuelta la página del cuaderno.
Finalmente bajó la pluma y levantó la mirada. Se sintió extremadamente aliviada de encontrarse completamente sola. Releyó lo escrito y con una sonrisa de paz cerró el cuaderno. Lo guardó en un cajón para nunca más leerlo.


sábado, 19 de abril de 2014

Diecinueve y todo igual.

Solo sé que corría. Un pié delante del otro  con toda rapidez, cuidando de no tropezarme. Mi pecho comenzaba a arder y el aire salía de mis pulmones en mayor cantidad a la que entraba.
No quería mirar, sabía que si me daba vuelta iba a darme cuenta de que, no importaba cuántos kilómetros me parecía haberme alejado, no me había movido ni un centímetro.
No entendía por qué no podía escapar. Era como si eso estuviera en todo momento acompañándome. No me daba tregua.
A veces parecía haberlo perdido,  miraba hacia atrás y sonreía aliviada. El alivio tan solo duraba un par de días, la realidad se encargaba de cachetearme cada vez que me sentía relajada. Solo reaparecía, como reaparecen las flores terminado el invierno. Y cada vez que lo hacía, se apoderaba un poco más de mi.  
 Y ahí estaba de nuevo. Burlándose de mí, mofándose de mi rostro ardido y mi aliento entrecortado, bebiendo de la sal que salía de mis ojos agotados... Y dejándome ese mal sabor en la boca.



domingo, 23 de marzo de 2014

La Mancha Rosa

Miró sobre la mesa de trabajo y repasó qué era lo que tenía. Con un suspiro confirmó lo que más temía: su trabajo se reducía a un montón de papeles abollados y mil ideas truncadas, ninguna prometedora. Toneladas de imágenes incompletas, fantasmas pálidos de semillas que habían muerto antes de florecer.
Se limpió las manos manchadas de acrílico, dispuesto a dar por finalizada la sesión de trabajo de esa noche. Era claro que su obra maestra, esa pintura que lo catapultaría fuera de ese mugroso mono ambiente de aquel viejo edificio en calle Alberdi, no iba a nacer esa noche.
Se quitó la camisa vieja que usaba para pintar y pensó en sus manchas. Cada mancha había representado un cuadro, un instante, un momento de su vida que se había ido para no volver, pero que él había logrado inmortalizar. La roja era el día que conoció a Malena, pintó seis horas seguidas pensando en sus labios. La azul pertenecía al día que le dijo adiós, gastó todo el pomo de oleo coloreando aquel anochecer callado y triste. La verde aún le olía al perfume que su madre se ponía para caminar por la plaza todos los viernes por la tarde, lo había pintado mientras la observaba oler un crisantemo...continuó examinando una a una las manchas con una sonrisa nostálgica y se encontró con algo que nunca había visto antes: una pequeña, pero imponente, mancha color rosa.
De todo el espectro de colores, no podía pensar en uno que le resultara más repulsivo que el rosa. Tal era su aversión por la tonalidad en cuestión, que se había ocupado obsesivamente de no permitir que éste entrara en ninguno de sus cuadros. Ni flores, ni mejillas ruborizadas, ni lenguas de cachorritos: todo eso era una "mariconada" y no iba a ser una "señora gorda de la pintura decorativa". Ni siquiera  poseía un pomo, de ningún material, de tal color.  Sin embargo, la evidencia decía más que sus palabras: la mancha estaba ahí, demasiado uniforme para ser una accidental mezcla de rojo y blanco, demasiado presente para ser solo una ilusión provocada por el cansancio o el litro y medio de café negro. Cualquiera lo hubiese dejado pasar, colgado la camisa y puesto su mente en otra cosa...pero él no era cualquiera. La idea se convirtió rápidamente en una pequeña obsesión y la curiosidad nubló sus sentidos.
Abrió el armario que contenía todas sus obras. Las revisó una a una, detalle a detalle, línea a línea. Todas se encontraban exactamente como él las esperaba: sin un solo maldito rastro de rosa ¿Entonces qué era esa desagradable mancha en el cuello de la camisa? ¿Acaso alguien se había atrevido a ponerse su uniforme de trabajo? ¿Era posible que se hubiera manchado con otra cosa?
Y el recuerdo lo golpeó como un tren a toda velocidad.
¡Una caja! El color rosa pertenecía a una caja. Un alhajero viejo, desgastado, que su madre le había regalado por ser una "reliquia familiar" y que él había cuidadosamente desteñido por ser... ¡rosa!
Había guardado algo importante en ese alhajero, algo que hacía meses que sentía que le estaba faltando, sin saber qué era. Revisó sus cajones, sus armarios, cada rincón del departamento buscando desesperadamente y sin entender bien por qué. Puso el lugar  boca abajo y sus ideas boca arriba hasta que por fin, cuando levantó su cama, lo encontró.
Estaba cerrado con llave, pero la emoción era demasiado grande como para preguntarse cómo abrir la cerradura. Estrelló el alhajero contra el piso y éste se hizo mil pedazos.
La caja estaba vacía, excepto por una nota arrugada que recogió inmediatamente. Era su caligrafía, la reconocía muy bien. En letras grades y con trazo muy firme estaba escrita la frase "HORA DE DESPERTAR".
Abrió los ojos y las luces de la sala de terapia intensiva lo encandilaron. El sonido firme del monitor cardíaco lo aturdió y la habitación le dio vueltas. Tosió un poco e intentó incorporarse.
Lo primero que reconoció fue a una avejentada Malena sentada al lado suyo, que lo miraba desconcertada, incapaz de reaccionar. La sala se llenó de gritos eufóricos y rostros emocionados en cuestión de minutos.
Intentó poner sus ideas en orden mientras el tropel de médicos se precipitaba arriba suyo y le llenaba el cuerpo de aparatejos.
La gran verdad, era que nunca había pintado un solo cuadro en toda su vida.



jueves, 13 de marzo de 2014

Frente a Frente (revisado y corregido)

"Frente a Frente" es uno de los cuentos que he escrito que más me ha gustado, sin embargo, siento que en cuanto a redacción aun tengo mucho que pulirle. Esto es un rework, pasados ya cuatro meses desde que lo publiqué, pero no es bajo ningún motivo el definitivo. Solo eliminé algunas cosas que sonaban muy pomposas y traté de reforzar la idea del final con más detalles. No se, ustedes me dirán.

L.C 


Frente a Frente.

 La tarde era  cálida y ambas estaban sentadas una frente a la otra. El sol entraba por la ventana, inundando el cuarto con un resplandor dorado. Ellas cepillaban su cabello mientras conversaban.
-Tiene tantas cosas que me gustan que tengo miedo de que sea  perfecto.- Dijo la primer mujer, con una sonrisa estúpida dibujada en su rostro.
-No existe tal cosa como la perfección, y te consta. Es cuestión de tiempo para que empieces a verle defectos que te desencanten...como siempre lo haces- Respondió la otra, con aire desanimado.
- ¡Qué importa si no existe! ¿No es hermoso lo mismo? Cuando el corazón te galopa en el pecho y la alegría te inunda cada vez que él te habla, esos primeros días donde el amor es joven sin las manchas de la rutina, sin las cadenas del compromiso. A merced de la expectativa, donde la incertidumbre de sentir lo mismo te da un motivo para levantarte cada mañana- Se mordió los labios pensando en esta idea.
Ambas mujeres suspiraron.
-Pero tarde o temprano se mancha. La mancha se expande y termina por consumirlo todo ¿No te das cuenta? Por ejemplo, ¿Qué te hace pensar que sos la única que suspira por las mismas palabras? ¿Qué está haciendo él ahora? ¿Podrías asegurarme con tu vida que sus cumplidos están dedicados exclusivamente a vos?- le respondió la segunda mujer,  quitándose el pelo de los ojos. Su compañera hizo lo mismo. 
-No, no puedo. Al contrario, sé muy bien que no soy la única para él, no me malinterpretes.  Pero es que es muy pronto aún.  No puedo pedirle su corazón completo si yo apenas he empezado a darle el mío.- Le constestó sin titubear.  Se cruzó de piernas, su compañera la imitó.
- No me vengas con estupideces. Las dos sabemos lo rápido que te enamorás y lo mal que la pasas cada vez que lo haces. Y ¿desde cuándo no te importa ser la única? No quiero que vengas después, con el corazón roto y los ojos llenos de lágrimas a mirarme fijo y darme la razón. Creí que nos conocíamos mejor–. Dijo, los labios temblandole a cada palabra. 
Hicieron un silencio.
-El que nada arriesga nada ga…no, no me mirés así. Tu problema es que sos demasiado pesimista.-
-Y tu problema es que sos demasiado optimista.- replicó la otra, casi con desprecio. 
-Tenés razón.- Exclamaron al mismo tiempo.
Ambas mujeres se miraron a los ojos y suspiraron.

Entonces se levantó y se apartó del espejo.