domingo, 29 de diciembre de 2013

Un poco menos que un prólogo.

Hace un buen tiempo que no publico nada, y es que he estado trabajando en un proyecto nuevo. Acá les traigo la primera parte, un primer borrador, un primer reflejo de lo que puede llegar a ser mi primer novela (A la que por cierto aun no le pongo título). Sin embargo para esto requiero constancia y dedicación: dos cosas de las que lamentablemente carezco. Así que sin más preámbulo, acá está. Ojalá les guste y me comenten qué les pareció. 


PRÓLOGO
UNA NOCHE DESPOJADA DE AMOR
La nobleza obtiene lo que la nobleza quiere. Y eso nunca se le olvidaría a Charlotte Smith, quien ahogaba sus gritos de furia y dolor en la improvisada sala de partos que su madre había ingeniado en medio de la humilde casa donde eran forzados a vivir.
El calor de la sofocante noche de junio ahogaba a todos los presentes que, pese a su creciente incomodidad, decidían no quejarse para no poner más nerviosa a la quinceaniera que se encontraba tirada sobre las sabanas manchadas de sangre y fluidos desagradables propios del ritual de traer a una nueva vida al mundo.
La congoja crecía en el corazón de cada una de las personas que llenaban ese pequeño cuarto y aumentaba con cada gemido de sufrimiento de la parturienta.  
Entre sudor y  lágrimas, fugaces recuerdos de la noche fatídica donde su castigo comenzó, nueve meses atrás, inundaban su mente, acrecentando el suplicio: los golpes violentos en la puerta que acabaron por tumbarla, los gritos de su madre, las súplicas de su padre. Todo volvía ahora a ella, como si lo estuviera viviendo nuevamente.  
Recordaba haber visto a un hombre alto y delgado, de porte arrogante y voz profunda que entró en su antiguo hogar sosteniendo  un papel en donde refulgía una rosa roja y blanca. Ellos estaban cenando y la comida cayó de sus bocas entreabiertas de asombro. El hombre vestía ropas pomposas y aseñoradas, pero podía entreverse que no era más que un sirviente. En su pecho llevaba el símbolo de la familia Talbot, un zorro rojo. El lacayo se aclaró la garganta y con un tono que intentó demasiado ser formal, vociferó:
-Vuestra granja, vuestras tierras y todo cuanto poseéis está dentro de los dominios de Lord Talbot. Habéis usurpado su patrimonio y ahora pagareis siendo serviles a él. Así lo han previsto sus majestades, la Reina María y el Rey Felipe.
Lord Henry Charles Talbot era el terrateniente más poderoso de ese lado de Inglaterra. Con fuertes influencias en la iglesia católica gracias a convenientes vínculos que su padre supo establecer a tiempo, trabó una fuerte amistad con el reinado de María Tudor, quien cumplía cada uno de sus avaros caprichos, a cambio de  su ayuda para fomentar el avance de la fe católica en una Inglaterra descarriada ante sus ojos.  
Tan pronto como terminó de hablar, un grupo de hombres entró en la sala y los tomó prisioneros. Mientras empujaban a la familia fuera de la propiedad, se encargaron con mucho esmero de destrozar los cultivos y soltar a los animales. Todo cuanto tenían los Smith desapareció ese momento de esa noche, y aún faltaba mucho para que el sol se asomara.
De nada sirvió luchar, quejarse o intentar defenderse, ellos los superaban en fuerza y número.
Fueron maniatados y obligados a subir a la parte trasera de un carro de madera donde contemplaron con desdicha, mientras este arrancaba y los alejaba de su hogar, el lúgubre el cambio en su destino, un cambio inesperado  y forzoso que nunca se hubiesen imaginado.
Los búhos ulularon desesperadamente durante todo el trayecto, como augurando que lo peor aún no había ocurrido.
Los llevaron a un pequeño granero en algún lugar borrado del mapa.  En la puerta, y para sorpresa de todos, los esperaba el mismo Lord  Talbot.
Los hombres empujaron a la pequeña Charlotte, a sus padres y su hermano mayor fuera de la diligencia y los obligaron a ponerse de rodillas ante su nuevo señor.
Lord Talbot los examinó con recelo, caminando frente a ellos una y otra vez. Finalmente, se detuvo frente a la madre de Charlotte y la tomó por el rostro, al tiempo que le dedicaba la más desagradable mirada libidinosa. Rosemary Smith, era una mujer hermosa para su edad, las inexplicables mezclas genéticas de su familia le habían otorgado un par de ojos azul zafiro que refulgían cual oasis de agua cristalina junto a su piel morena y cabellos oscuros. Su cuerpo era esbelto y bien formado, con curvas redondas y armoniosas.
 La mano de Lord Talbot se deslizó por el prominente escote de la mujer, quien no pudo disimular la mirada de asco e intentó zafarse de ese toque infernal. Los guardias la sujetaron con más fuerza, impidiéndole seguir resistiéndose. Ella comenzó a llorar.
Richard Smith, su amado esposo, contempló la escena paralizado de impotencia. Su mente no estaba dispuesta a permitir que ese sucio cerdo adinerado pusiera una mano en su esposa, sin embargo su cuerpo parecía decirle lo contrario. Desesperadamente le daba órdenes a sus músculos para que se movieran, para que hicieran algo por detener a ese vil hombre y sus manos pecaminosas, pero presos del terror, estos no le respondieron.  Algo en él murió ahí, en ese preciso instante donde comprendió que le había fallado a la única persona por la que pensó que estaba dispuesto a dar la vida.
La mano de Talbot continuaba recorriendo los pechos y los hombros de Rosemary, cuyos llantos y súplicas de clemencia se intensificaban conforme las caricias se volvían más violentas y despreciables. El Lord continuó con su cometido bajando hasta las tiras que sostenían en su lugar al vestido de la mujer y comenzó a desatarlas.
Lo que ocurrió en ese instante, nadie puede contarlo con precisión. Todo fue tan rápido que se sintió como una puñalada al corazón de cada uno de los miembros de la familia.
El primogénito de los Smith, el joven Alan, se lanzó hacia el noble con una furia propia de un león que defiende su manada. Se precipitó, con una agilidad inusual para quien está atado de pies y manos  y logró tumbar a Talbot al suelo, separándolo de su madre justo cuando estaba por abrirse el vestido y dejar al descubierto sus senos. Todos los hombres que se habían encargado de traerlos hacia ese lugar ahora estaban cerrados en un círculo alrededor del intrépido adolescente, todos apuntando sus armas hacia él. 
El lord se puso de pie y miró con desprecio a Alan. Se desempolvó la ropa y se paró frente a él. En el tono más condescendiente que su herido orgullo supo imitar, le dijo:
-Está bien, entiendo. No es correcto tomar a la esposa de otro hombre y vos sois un hombre de bien que está dispuesto a luchar por su familia. Eso es admirable. Sin embargo, creo que aun no entendéis cual es la gravedad de vuestra situación.  
Lord Talbot se paseo nuevamente frente a la familia, chasqueando la lengua.
-Entonces no tocaré un solo cabello de la señora, podéis agradecerle eso a vuestras heroicas proezas, joven. 
Una sonrisa cínica se materializó en su rostro, y sus ojos lujuriosos se posaron ahora en Charlotte, quien era la viva imagen de su madre cuando joven.
-Sin embargo, esta noche estoy de humor para ciertas cosas y comprenderán que no es de mi agrado quedarme deseoso.
Rosemary comprendió enseguida la perversión encriptada en aquel mensaje y comenzó a gritar por el bienestar de su hija y a ofrecerse a cambio de la libertad de la pequeña, pero Talbot ya no tenía ningún interés en ella: había encontrado un trozo de carne fresca y planeaba devorárselo con gusto.
Tomó a la niña por el brazo y se la llevó dentro del granero. De nada sirvieron los mil insultos, maldiciones y súplicas de la familia.
Pasada la media hora más larga de sus vidas, la puerta se abrió nuevamente. Talbot se erguía con una enferma sonrisa de satisfacción, sosteniendo a la pequeña semi desnuda por el brazo. Los ojos de la chica estaban clavados en el suelo y su mirada era vacua, ausente: la mirada de quien ha visto demasiado. La arrojó con desprecio y cayó a los pies de su madre, donde se quedó en posición fetal durante un largo tiempo.
Lord Talbot  se dio la vuelta y caminó hasta alejarse de ellos. Cuando estaba a punto de subirse al carro que lo transportaría de nuevo a la mansión, se detuvo en seco como si hubiera recordado algo de repente.
-Casi lo olvido, maten al insolente.
Las armas, que seguían apuntando a Alan, se irguieron.
El sonido de los disparos fue reemplazado por el de un llanto. Pero no era un llanto triste, era un llanto nuevo, esperanzado, un llanto que solo puede pertenecerle a alguien que observa el mundo por primera vez.
Charlotte volvió al presente, al tiempo que su madre cortaba el cordón umbilical que la unía con el estigma más grande de aquella noche, con el recuerdo permanente de aquella inocencia que le fue arrebatada junto con todo lo demás: su casa, su paz, su felicidad, su querido hermano.  Le dieron a la niña en brazos y ella la miró con desdén.  El llanto de la niña se calmó al roce instantáneo con la piel de su madre, sin embargo Charlotte la apartó de su lado, como se aparta a un trapo viejo que huele mal.
Los vecinos que habían venido a socorrer a la familia se fueron dispersando uno a uno, volviendo a sus humildes hogares para prepararse para otra jornada de trabajo arduo.
Rosemary tomó a la niña en brazos y la bañó. La acunó largo rato, pero acabo por dejarla en el piso de paja. Hiciera lo que hiciera, no podía sentir empatía por el fruto de tanta maldad, por inocente que pareciera en ese momento.

La pequeña lloró hasta quedarse dormida y las luces de la casa se apagaron, esperando por el nuevo día.

martes, 10 de diciembre de 2013

El Susurro de la Lluvia



Plop… Plop… Plop… comenzó a sonar en la ventana.  El sonido se multiplico e incrementó su frecuencia. Plop, plop, plop.
Me sacó de mis pensamientos, que se arremolinaban como el viento ahí afuera. Los postigos se abrieron de par en par, me incorporé de un salto. La tormenta entró en mi cuarto y me invitó a jugar. Me tomo de la mano y me llevó hasta el marco de madera.
Sentí el viento fresco impregnado de humedad acariciando mi rostro. Permanecí ahí, inmóvil, respirando ese aire frio, observando hipnotizada las gotas que caían desde el cielo que rompía en llanto. Ya no se precipitaban hacia el suelo, solo se quedaban ahí y danzaban con el viento, moviéndose de un lugar a otro, intentando librarse del agotador efecto de la gravedad.
Por un momento sentí que me llamaban, que era necesario unirme a ellas y bailar en el aire.  Mis pies se hicieron más ligeros y mi cuerpo perdió peso. Trepé al marco de la ventana y una brisa empujó suavemente mi espalda, alejándome de la seguridad de las cuatro paredes de mi cuarto.  Mi vestido blanco ondeaba con las suaves corrientes de viento que se acomodaban a mi cuerpo. Me elevé por los aires junto a miles de gotas rebeldes que, como yo, se negaban a descender, y juntas volamos hasta pasar los edificios, las nubes. Ellas tenían miedo de acercarse al sol y yo, aunque muerta de curiosidad, las respeté.
Jugamos en el cielo por lo que pudieron haber sido horas, minutos o solamente un par de segundos. El tiempo se volvía cada vez más relativo mientras me perdía en los suaves movimientos de las brisas que iban y volvían.
Entonces se enojaron. El cielo se enojó. Ya no estaba triste, estaba furioso. Temí haberlo ofendido con mi presencia, tan bruscamente insertada en esa maravilla de aguas danzantes.
Las gotas me rodearon las muñecas y los tobillos, cual esposas y grilletes. Algunas comenzaron a endurecerse y volverse grandes trozos de hielo, todas apresurándose por caer, con una fuerza propia del que odia y obtiene su venganza.
Entonces, el viento furibundo  me empujó con violencia por las calles de la ciudad. Quería gritar, pero de mi garganta no salió sonido alguno. Quise librarme de mis líquidas cadenas, pero me era imposible moverme. Solo pude quedarme ahí, impotente, una espectadora forzada de la tragedia.
El viento arrasó con árboles, casas, tejados y alumbrado público. Quise hacer que pare, quise explicarle lo peligroso que era para nosotros que hiciera eso, pero el cielo no me escuchó.
El viento me elevó una vez más y me llevó hacia el río. El cause estaba crecido, pero aún podía notarse la sequía que habíamos estado sufriendo todo el año. Por la corriente se arrastraban miles de envoltorios de aluminio. El lecho pedregoso que una vez supo filtrar el agua cristalina estaba lodoso y amarronado.
Pastizales quemados y desiertos pasaron ante mis incrédulos ojos. Basurales más altos que los caidos árboles se amontonaban en  los terrenos deshabitados. 
Las ataduras alrededor de mis extremidades se aflojaron cuando entendí por qué el cielo estaba tan furioso. El viento se volvió brisa nuevamente y me arrastró una vez más hasta mi cuarto.
De rodillas en el suelo,  las gotas caían al piso, solo que esta vez no era el cielo quien estaba llorando. 

lunes, 2 de diciembre de 2013

Su Mejor Creación



Él la miraba desde lejos. Miraba esa sonrisa y podía imaginar exactamente cómo se sentía. Esa mezcla entre alegría y tristeza que tiene el que ama y no sabe si es correspondido.
Se fijó al otro lado de la calle, ya no tardaría en llegar el momento exacto. No tenía apuro, tenía literalmente todo el tiempo del mundo y estaba listo para ver el espectáculo desde la primera fila…una vez más.
Se recostó en su banco y se recargo sobre el respaldar con una maliciosa sonrisa en los labios anormalmente rojos.
De todas las cosas de las que hablaban los humanos, aquella que llamaban “amor” era la que más le gustaba. Lo conocía perfectamente, puesto que él lo había inventado.
 Todo había empezado como un pequeño experimento, una trampa para hacer que un par de estúpidos desafiaran a su creador. Había funcionado tan bien que decidió que debía llevarlo un poco más lejos.  Y así lo hizo.
Durante toda la historia del hombre, vio como los humanos se peleaban, traicionaban, desgraciaban e incluso mataban los unos a los otros por su pequeño invento. En una ocasión, un tipo se había llegado a cortar la oreja y enviársela a su amada… ¡Qué risa le había causado!
Los humanos estaban completamente obsesionados con este sentimiento, y solo algunos pocos entendían que había sido él quien lo había creado y no otra “persona”, sin embargo a esos pocos sensatos se los tachaba de ‘frios’ y se los dejaba a un lado. Su pequeña creación había servido de inspiración para las más grandes piezas de arte, pero también como disparador de las más grandes locuras.  Era simplemente perfecto.
Lo que más le gustaba de su obra era lo adictiva que se volvía para los mortales. Era como una droga para ellos. Todo el que lo probaba quería volver a saborearlo una y otra vez…y así, el amor se convirtió en su arma más peligrosa.
Le encantaba jugar a apostar hasta dónde llegaría una persona por amor. Le bastaba con un toque imperceptible de una uña filosa para implantar en cualquier ser humano una pequeña semillita que podía florecer en cualquier momento y comenzar a enredarse alrededor del pobre candidato.
No todos llegaban al extremo, por supuesto. Pero si se llevaban un gran número de disgustos y eso era algo que a él le encantaba. Y es por eso que él manejaba exactamente cuándo extirpar esa semilla de raíz. La verdad era que siempre salía ganando, puesto que mientras más felices las parejas pensaban que eran, más les dolía que él interviniera para llevarse lo que era suyo desde un principio.  Y así jugaba, dando y quitando el amor a los humanos a su antojo. Pasaba tardes enteras uniendo parejas que  en realidad se odiaban entre sí y rompiendo otras que creían ser las más dichosas de la galaxia. La sensación era simplemente indescriptible.
Luego estaban aquellos más débiles, que se convertían en carnada fácil. No podía enumerar la cantidad de tratos que cerraba por día a cambio de más belleza, la capacidad de conquistar a la persona deseada, o simplemente capacidad para hacer que los demás se enamoren y poder lucrar con ello. Había conseguido un verdadero negocio.
Y este era el caso de la chica que estaba al otro lado de esa plaza. Él sabía reconocer muy bien a sus víctimas seguras, puesto que llevaba en el oficio el tiempo que llevaba la tierra girando alrededor del sol.
Observó cómo la chica se paraba y se sentaba, impaciente. Ella miraba para los costados, estirando el cuello para ver más allá de cada esquina.
“Tres…dos…uno” pensó para sí mismo. La chica comenzó a llorar.
Se levantó y caminó relajado, con las manos en los bolsillos, hasta el otro extremo del solar. Apoyó una mano con una uña puntiaguda en los hombros de la chica, que escondía su cara empapada en llanto con sus manos.
“¿Puedo ayudarte en algo?” dijo, y sonrió ampliamente.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Camille



Nunca había sido el tipo de dama de sociedad que a sus padres les hubiera gustado que fuera. Arruinó tres matrimonios arreglados en menos de cuatro años, y su fama de caprichosa estaba empezando a pesarle a la familia.
Su madre ya había agotado todos sus esfuerzos de sermonearla para que dejase sus berrinches de niña malcriada y tomase al próximo hombre de bien que se presentara a su puerta.  Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención de casarse con quien la escogiera sin su consentimiento. Ella quería algo más.
Acostada en su cama, Camille observaba cuidadosamente el techo. La seda de sus ropas de dormir acariciaba suavemente su tersa piel. Desviaba la mirada a los rincones, como si estuviera escrudiñando las sombras en búsqueda de una rata… ¡y qué rata estaba buscando!
Sonrió al escuchar los conocidos tres golpeteos en la ventana. Se quitó las sábanas de encima y dejó que el viento helado de la noche inundara el cuarto.  Por la abertura ingresó al aposento un ser extraño: un hombre sobrenaturalmente apuesto, de cabello cobrizo, piernas largas y postura erguida.
Ella se lanzó a sus brazos sin pensarlo dos veces.  El extraño la tomo por la cintura y ambos se envolvieron en un apasionado y largo beso.
-Sabía que iba a venir- dijo ella, apartando al hombre sutilmente, con las manos  todavía en su pecho.
-Nunca la dejaría esperando, my lady- contestó el caballero, quitando un mechón de cabello del rostro de Camille. Sus uñas estaban largas y afiladas, pero perfectamente pulidas y arregladas.
Delicada pero firmemente él la llevó a la cama y allí consumaron su amor, como tantas veces habían hecho ya, al amparo de la luz de la luna.
-¿Y ya lo has decido?- Preguntó la muchacha, mirándolo a los ojos,  una vez terminado su ritual prohibido. Ella estaba apoyada en su pecho, con el cabello alborotado y la piel brillante de  sudor.
-¿Decidir qué?- contestó él, con un tono indiferente pero con una sonrisa maliciosa.
-¿Cómo que qué? Si has decidido sobre nosotros. Comprenderá que ya no me es posible desposar a nadie más que a usted, puesto que me ha poseído como solo un esposo debería poseer a una dama- respondió, un tanto alterada.
-Oh, no se preocupe por eso, my lady, usted sabe que estaré a su lado hasta el día de su muerte.
Ella sonrió y se acurrucó en el lecho junto a su amante. Quedó profundamente dormida en cuestión de segundos.
El hombre la contempló durante unos momentos y recorrió su cuerpo con sus manos sutilmente, inspeccionando cada rincón. Se sonrió. Despacio, se libró de las ataduras de los brazos de la joven, no sin antes susurrar algo en su oído. Ella apretó los ojos y se dio vuelta en su cama.
Él se fugó por la misma ventana por la que había entrado.
A la mañana siguiente, pese a las horribles pesadillas que la culpa de dama de sociedad le traía cada que tenía un encuentro nocturno, Camille despertó con una sonrisa. Buscó con los brazos a tientas el cuerpo de su adorado, sin encontrarlo. La sonrisa se le desdibujó, aunque realmente nunca esperase hallarlo junto a ella cuando despertaba. De hecho, a veces ella llegaba a preguntarse si en realidad estaba loca y su elegante caballero no era otra cosa que un sueño o un producto de su imaginación.
Sus criadas llegaron a la hora de siempre, la vistieron como siempre, y la ayudaron como siempre a hacer sus tareas de dama.
Durante el almuerzo y la cena no probó bocado, y de su usualmente habladora boca no salieron más que palabras de cortesía y respuestas sumamente necesarias, pero a la vez escuetas, cuando algo se le preguntaba.   
 Llegó a su cuarto media hora antes de lo que solía hacer habitualmente. Despachó a las criadas temprano, sin permitirles que la ayudasen a salir del apretado corsé y el pesado vestido.
Se miró al espejo, sus rulos caían en cascada sobre su piel pálida. Sus ojos marrones clavados en su reflejo vieron relucir el puñal que levantó con sus dos manos y enterró en su propia carne. El rojo carmesí de la sangre inundó su falda de brocado.  Sintió frio.
Un par de ojos rojizos refulgieron a sus espaldas, un elegante caballero de cabellos cobrizos, piernas largas y postura erguida, salió  de entre las sombras del cuarto en penumbras y se acercó al cuerpo sin vida de Camille. La besó en los labios y removió el puñal de su pecho.
Acto seguido, con el mismo filo que había acabado con la vida de su amada, le abrió el estomago de par en par y de el sacó a una pequeña criatura deforme y escamosa. Lo tomó en brazos y lo acunó para que no llorara.
Con la sonrisa mas macabra de todas, el incubo salió de la habitación cargando al recién nacido y, abriendo un enorme par de alas membranosas, planeo hasta perderse en la espesura de la noche.

Otro 25 por la mañana.



Me desperté con lágrimas en los ojos, una persona muy especial me visitó en mis sueños anoche. 
Y ver esa cara perpetua, un recuerdo inmaculado, una sonrisa siempre presente, me hizo darme cuenta de cuánto lo extraño.
Me senté en la cama y miré el celular. 25 de Noviembre y el mundo se me vino encima ¿Cuánto había pasado ya? ¿Un año y medio? Y la tristeza sigue intacta, ahí, escondida en el pecho, esperando el momento justo para recordarme se fue y no va a volver.

Agarré la computadora y empecé a tipear, frenando solo para secarme las lágrimas que siguen cayéndose de mis mejillas.

Porque recuerdo como si fuera ayer el balde de agua fría que sentí cuando me llamaron por teléfono esa noche de Julio.  Y el tiempo se detuvo. Y me quedé con mi boca llena de palabras que nunca dije, con abrazos que nunca le di, con peleas que nunca tuvimos…Y los recuerdos empezaron a amontonarse en mi cabeza, a pelearse por entrar, y a hacerme un hueco en el alma

Me resultaba tan absurdo, porque creo que ya tenía una vida planeada donde él se casaba, tenía hijos, los obligaba a jugar fútbol y venia con su familia a cenar a mi casa, siguiendo con la tradición que habíamos empezado de chiquitos. Me resultaba tan imposible que todo eso que fue se hubiera evaporado, que todo lo que existió ya no existiera, que tan injustamente el hilo de la vida se cortara tan pronto.  

Y  no puedo dejar de pensar lo mucho que me seduce la idea de que en algún lado, de alguna forma, él pueda leer esto que escribo y reírse, seguramente, por lo cursi que soy.

Otro 25 por la mañana donde el café nos sabe a lágrimas y las caras se lavan solo para volverse a enjuagar en llanto.  

Otro 25 por la mañana donde yo te extraño.