martes, 10 de diciembre de 2013

El Susurro de la Lluvia



Plop… Plop… Plop… comenzó a sonar en la ventana.  El sonido se multiplico e incrementó su frecuencia. Plop, plop, plop.
Me sacó de mis pensamientos, que se arremolinaban como el viento ahí afuera. Los postigos se abrieron de par en par, me incorporé de un salto. La tormenta entró en mi cuarto y me invitó a jugar. Me tomo de la mano y me llevó hasta el marco de madera.
Sentí el viento fresco impregnado de humedad acariciando mi rostro. Permanecí ahí, inmóvil, respirando ese aire frio, observando hipnotizada las gotas que caían desde el cielo que rompía en llanto. Ya no se precipitaban hacia el suelo, solo se quedaban ahí y danzaban con el viento, moviéndose de un lugar a otro, intentando librarse del agotador efecto de la gravedad.
Por un momento sentí que me llamaban, que era necesario unirme a ellas y bailar en el aire.  Mis pies se hicieron más ligeros y mi cuerpo perdió peso. Trepé al marco de la ventana y una brisa empujó suavemente mi espalda, alejándome de la seguridad de las cuatro paredes de mi cuarto.  Mi vestido blanco ondeaba con las suaves corrientes de viento que se acomodaban a mi cuerpo. Me elevé por los aires junto a miles de gotas rebeldes que, como yo, se negaban a descender, y juntas volamos hasta pasar los edificios, las nubes. Ellas tenían miedo de acercarse al sol y yo, aunque muerta de curiosidad, las respeté.
Jugamos en el cielo por lo que pudieron haber sido horas, minutos o solamente un par de segundos. El tiempo se volvía cada vez más relativo mientras me perdía en los suaves movimientos de las brisas que iban y volvían.
Entonces se enojaron. El cielo se enojó. Ya no estaba triste, estaba furioso. Temí haberlo ofendido con mi presencia, tan bruscamente insertada en esa maravilla de aguas danzantes.
Las gotas me rodearon las muñecas y los tobillos, cual esposas y grilletes. Algunas comenzaron a endurecerse y volverse grandes trozos de hielo, todas apresurándose por caer, con una fuerza propia del que odia y obtiene su venganza.
Entonces, el viento furibundo  me empujó con violencia por las calles de la ciudad. Quería gritar, pero de mi garganta no salió sonido alguno. Quise librarme de mis líquidas cadenas, pero me era imposible moverme. Solo pude quedarme ahí, impotente, una espectadora forzada de la tragedia.
El viento arrasó con árboles, casas, tejados y alumbrado público. Quise hacer que pare, quise explicarle lo peligroso que era para nosotros que hiciera eso, pero el cielo no me escuchó.
El viento me elevó una vez más y me llevó hacia el río. El cause estaba crecido, pero aún podía notarse la sequía que habíamos estado sufriendo todo el año. Por la corriente se arrastraban miles de envoltorios de aluminio. El lecho pedregoso que una vez supo filtrar el agua cristalina estaba lodoso y amarronado.
Pastizales quemados y desiertos pasaron ante mis incrédulos ojos. Basurales más altos que los caidos árboles se amontonaban en  los terrenos deshabitados. 
Las ataduras alrededor de mis extremidades se aflojaron cuando entendí por qué el cielo estaba tan furioso. El viento se volvió brisa nuevamente y me arrastró una vez más hasta mi cuarto.
De rodillas en el suelo,  las gotas caían al piso, solo que esta vez no era el cielo quien estaba llorando. 

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