lunes, 26 de mayo de 2014

13.31

El reloj marcó las 13.31. "Pedí un deseo" pensó y se rió amargamente. Apartó el pelo de su cara y continuó contemplando el vacío.
Hubo una época en la que ver la hora capicua la obligaba a sentir esperanza, una época en la que el mundo podía permitirse esa tonta e insignificante magia, ese lujo de creer en milagros.
Pedirle un deseo al reloj era  la infundada alegría de aferrarse a algo y proyectar un futuro.
¿Qué era lo último que había deseado? ¿Un beso? Si, un beso. Rió de nuevo. Contemplar la posibilidad de tener cualquier cosa en el mundo que uno quisiera y pedir un simple beso era tan absurdo como la idea misma de que cierta hora marcada en un reloj podía conceder deseos.
Pero sí, un beso había sido. Qué ridículo. Más ridículo fue atribuirle el mérito al condenado reloj cuando por fin consiguió lo que quería. Cinco meses de cerrar los ojos fuertemente a las 12.21, a las 14.41, a las 20.02... y pensar. Pensar en el momento, pensar en la persona, pensar en el corazón que late fuerte. Cinco meses hasta por fin encontrarse con aquello que tanto deseaba y quedar...con un amargo gusto a arena en los labios y sal en las mejillas.
 Ese beso, sin embargo, era el que la había metido en ese hermoso lío en el que se encontraba. La magia obra de formas que uno no se espera.
Dos meses esperó rogando que se repitiera. Sesenta días a merced del tic-tac del reloj. Y deseando, siempre deseando.
Cuando por fin comprendió que con desear no alcanzaba, el minuto había acabado para ella. La hora mágica le estaba concediendo la misma gracia a otra persona.
Se encontró a sí misma cegada por la furia. Se desconoció en los pedazos rotos de aquel espejo, espejo que sostuvo entre sus manos hasta que se mancharon de sangre.
Su tren de pensamientos volvió a fijar la atención al segundero, que ya había marcado 45 tic-tacs. Resignándolo todo cerró los ojos y volvió a creer en la magia. Esta vez deseó ser libre.
El reloj marcó las 13.32 y el sonido de la puerta del pabellón rompió el silencio. Los pesados pasos de los borcegos y el tintineo de las llaves hicieron eco hasta detenerse frente a su celda.
Con un crujido la cerradura se abrió y las rejas rechinaron al correrse.
Si libertad era salir de allí, su deseo se había cumplido nuevamente. El momento había llegado. Caminó en completa calma, escoltada por el guardia, hasta el salón donde se encontraba la silla eléctrica.



jueves, 8 de mayo de 2014

Cuando ya no le importa.

—¿Tenés idea de lo que pasa cuando al espejo deja de importarle imitarte?
La vocesita inocente de Lucia hizo que Maria saltara de su asiento, sobresalada. La pregunta le sonó tan absurda que le pareció producto de su imaginación.
—¿Cómo? — Respondió entre risueña e incómoda. Era por esto que odiaba quedar al cuidado de su prima, los niños viven diciendo puras pavadas.
La niña sonrió. Le faltaban tres dientes de leche, y eso le daba un aspecto entre picarón y angelical. La miró seriamente y se aclaró la garganta.
—Que si tenés idea de qué pasa cuando al espejo deja de importarle imitarte ¡Es obvio que en algún momento se va a cansar!
María hizo lo posible para no reirse de la pequeña.
—¿Cómo? — repitió.
—Ay, nena, si. Imaginate estar todo el día copiando a alguien. Lucía dice que es insoportable y que no ve la hora de dejar de hacerlo.
—¿Y vos que sabés de imitar a alguien todo el día? — le dijo Maria, haciendo lo posible para contener la risotada.
—No, yo no, la otra Lucía.
—¿Otra Lucí... — Fue interrumpida por un fuerte estallido de cristales. Provenía del piso de arriba, de la habitación donde estaba el gran espejo de madera de roble que su madre había comprado en una boutique de antiguedades.
Lucía salió corriendo entusiasmada, con una sonrisa de oreja a oreja. Se escuchó el sonido de sus pequeños pasos sobre el cristal roto y...¿Un sonido de pasos más pesado? El silencio que le siguió a eso fue aún más inquietante.

Lo único que María sabía con seguridad, era que no quería enterarse de por qué ahora el picaporte de la puerta del cuarto donde se encontraba estaba comenzando a girar.

martes, 6 de mayo de 2014

El Último Texto

 —Estás escribiendo sobre él — Dijo la mujer rubia mientras se reclinaba sobre el hombro de su copia exacta, quién estaba sentada en el viejo escritorio de madera balsa.
—No— Dijo la otra, sin mirarla a los ojos. No solía ver a la mujer escalofriantemente igual a ella que tenía a sus espaldas con mucha frecuencia, pero cada vez que aparecía, lo hacía con esos mismos ojos de reproche. Los odiaba.
—Sí. Te dije que dejaras de escribir sobre él— le susurró al oido con una voz que sonó perturbadoramente igual a la suya.
Y ahí iban de nuevo...la misma vieja discusión sobre cómo el tipo no les convenía, no las amaba y nunca iban a poder ser felices si no se desprendían de ese recuerdo. Era más que obvio que estaban de acuerdo en eso y aún así tenían esta conversación casi a diario.
—No puedo evitarlo. Estoy triste, cuando me siento triste escribo— dijo sin apartar la vista de la hoja de papel, sintiendo deseos de clavar su pluma en la garganta de ese cruel doppelganger que solo aparecía cuando peor se sentía.
—¿Ah si?— Tomó el papel que estaba sobre el esritorio y lo leyó en voz alta —"Quiera el destino que nuestros caminos se crucen de nuevo, por puro capricho y casualidad. Así poder sonreírte, decirte que todo está bien y que el tiempo no erosiona la ilusión"— Soltó una carcajada estrepitosa y burlona.
La otra mujer se deslizó en su asiento hasta casi desaparecer bajo el escritorio, el rostro completamente ruborizado. Cuando le hacía eso no podía evitar sentirse violada, más allá de lo absurdo que era avergonzarse frente a sí misma.
Las carcajadas se acallaron y esta vez ella la miró con el rostro severo y preocupado—Tenés que terminar con esta estupidez de una vez por todas. Ambas debemos hacerlo—.
Se incorporó en su asiento nuevamente y exhaló aire en un profundo suspiro —Hagamos un pacto— su rostro retomo el pálido color natural que siempre tenía. —Es el último texto, con esto le decimos adiós—.
Su compañera no se veía convencida, pero no tuvo más  remedio que aceptar. —Asegurate de escribir absolutamente todo lo que pensas, en ese caso— dijo.
Volvió a su lugar en el escritorio y tomó la pluma. Cerró los ojos un momento y al abrirlos comenzó a recitar las palabras que había pensado ya tantas veces y que no se atrevía a pronunciar: —Quiero decirle que no entiendo lo que pasó, que no me explico por qué todo terminó así—.
La otra mujer se acercó aún más y agregó —Quiero decirle que no lo odio, ni le tengo rencor, aunque no pase un solo día sin pensar en él y recordar lo que ambos hicimos—. La pluma se deslizaba rápido por el papel. Ahora estaban hablando a duo, en perfecta sincronización: —Quiero decirle que ya no me importa, aunque es obvio que es una mentira. Necesito que sepa que no me arrepiento de nada, aunque aún siga pagando el precio. Que se entere de que hoy, aunque todavía no abandono su recuerdo, ya no lo quiero—.
Siguieron hablando largo rato, sin ser interrumpidas más que por la pausa que el breve silencio generado por dar vuelta la página del cuaderno.
Finalmente bajó la pluma y levantó la mirada. Se sintió extremadamente aliviada de encontrarse completamente sola. Releyó lo escrito y con una sonrisa de paz cerró el cuaderno. Lo guardó en un cajón para nunca más leerlo.