El reloj marcó las 13.31. "Pedí un deseo" pensó y se rió
amargamente. Apartó el pelo de su cara y continuó contemplando el vacío.
Hubo una época en la que ver la hora capicua la obligaba a sentir
esperanza, una época en la que el mundo podía permitirse esa tonta e
insignificante magia, ese lujo de creer en milagros.
Pedirle un deseo al reloj era la
infundada alegría de aferrarse a algo y proyectar un futuro.
¿Qué era lo último que había deseado? ¿Un beso? Si, un beso. Rió de nuevo.
Contemplar la posibilidad de tener cualquier cosa en el mundo que uno quisiera
y pedir un simple beso era tan absurdo como la idea misma de que cierta hora
marcada en un reloj podía conceder deseos.
Pero sí, un beso había sido. Qué ridículo. Más ridículo fue atribuirle el
mérito al condenado reloj cuando por fin consiguió lo que quería. Cinco meses
de cerrar los ojos fuertemente a las 12.21, a las 14.41, a las 20.02... y
pensar. Pensar en el momento, pensar en la persona, pensar en el corazón que
late fuerte. Cinco meses hasta por fin encontrarse con aquello que tanto
deseaba y quedar...con un amargo gusto a arena en los labios y sal en las
mejillas.
Ese beso, sin embargo, era el que la
había metido en ese hermoso lío en el que se encontraba. La magia obra de
formas que uno no se espera.
Dos meses esperó rogando que se repitiera. Sesenta días a merced del
tic-tac del reloj. Y deseando, siempre deseando.
Cuando por fin comprendió que con desear no alcanzaba, el minuto había
acabado para ella. La hora mágica le estaba concediendo la misma gracia a otra
persona.
Se encontró a sí misma cegada por la furia. Se desconoció en los pedazos
rotos de aquel espejo, espejo que sostuvo entre sus manos hasta que se
mancharon de sangre.
Su tren de pensamientos volvió a fijar la atención al segundero, que ya
había marcado 45 tic-tacs. Resignándolo todo cerró los ojos y volvió a creer en
la magia. Esta vez deseó ser libre.
El reloj marcó las 13.32 y el sonido de la puerta del pabellón rompió el silencio.
Los pesados pasos de los borcegos y el tintineo de las llaves hicieron eco
hasta detenerse frente a su celda.
Con un crujido la cerradura se abrió y las rejas rechinaron al correrse.
Si libertad era salir de allí, su deseo se había cumplido nuevamente. El
momento había llegado. Caminó en completa calma, escoltada por el guardia,
hasta el salón donde se encontraba la silla eléctrica.