jueves, 23 de enero de 2014

Espuma de Mar

-Creo que me deje llevar demasiado por la corriente- le dijo mirando hacia el horizonte donde el cielo se fundía con el mar.

 El sol caía rendido en el firmamento,  mientras sus cálidos pero ya más cansados rayos, teñían  las nubes y todo lo que tocaban de colores que iban del dorado al anaranjado.
El marinero la miró sin reírse, pensando que esa metáfora era realmente innecesaria. El barco se mecía con el sutil oleaje.  La costa estaba lejos y en los ojos azules de la muchacha se perdía su mundo. Estiró su mano para tocar la de ella. El roce de su piel era exquisito, suave, terso, tan distinto a lo que se debía sentir el tacto de la suya: rugosa, curtida por el oficio.  La retiró inmediatamente, cada caricia dolía una eternidad en ese momento.

Estaban los dos solos, y solos habían estado por los últimos seis meses. Encontrándose siempre en el lugar acordado a la hora convenida y entregándose el uno al otro en un sin fin de caricias. Solo el viento, el mar y el sol que besaba sus pieles eran testigos de aquella pasión prohibida.

Se habían conocido casi por casualidad, cuando un día de pesca particularmente infructífero, él la rescató de las garras del voraz océano. La primera vez que se vieron quedaron pasmados el uno con el otro, sin poder decir palabra.  En toda su existencia nunca habían encontrado a alguien que los dejara así: helados, sin aliento. Era absurdo, ridículo, totalmente descabellado...pero era, a su modo, realmente perfecto.
Supieron desde el primer momento que su destino no era estar juntos. Reconocieron en el otro un mundo opuesto, distinto, ajeno, una barrera imposible de traspasar sin importar cuánto las historias infantiles prometieran que el amor todo lo puede. Sin embargo, bastó con esa primera mirada intercambiada para que se enamoraran profundamente.

 Ese día el tiempo pasó casi sin que lo notaran y se volvió noche, y la noche volvió a ser día sin que lo advirtieran. El amanecer los sorprendió enredados en el más pasional de los primeros besos. Al momento de separarse, ninguno de los dos quería partir. Sin embargo, él debía haber llegado a su casa hacía horas, y no sabía por cuánto tiempo podía ocultarle su paradero a su esposa sin que comenzara a oler la verdad. Y ella, vivía tan... lejos de ese lugar que el simple hecho de que sus caminos se hubieran cruzado parecía un capricho del destino, que goza de ser muy cínico en ocasiones. 

Y ahora, seis meses más tarde, se encontraban en la misma situación. Solo que quizás ésta despedida fuera la última. El viento cambió de repente y entendieron que ella debía partir.

-Sabíamos que no era un "felices para siempre"-  le susurró al oído con esa voz dulce y melodiosa que lo hacía doblegarse.

-Pensé que aún así valía la pena intentarlo- repuso él, casi desganado. El corazón le palpitaba con fuerza y los ojos le ardían, pero sus palabras eran frías como las aguas que se movían debajo de ellos. El viento comenzó a soplar, enojado, con más fuerza. Las nubes doradas y anaranjadas se volvieron negras y el sol desapareció tras su manto tempestuoso.

-¿Y no lo valió?- dijo ella, intrigada y un tanto sorprendida mientras se acomodaba en su hombro como tantas veces lo había hecho, esperando una retracción, una broma o alguna respuesta cursi que le diera una excusa para mirarlo profundamente a los ojos y besarlo.
El día se hizo noche de repente y la fuerza de los relámpagos comenzó a amenazar con descargarse sobre la tierra.

-No- Dijo tajantemente. Una lágrima rodó por su mejilla, pero la ocultó antes de que ella la notara. La empujó suavemente para que se alejara de su hombro.

-¿No? ¿ni un poco?- un sabor amargo inundó su boca, estrechó sus manos una con la otra y comenzó a frotarlas inconscientemente, en un gesto casi desesperado. Todo lo que quería era escuchar las últimas palabras de ternura de aquel que se había llevado su corazón y su alma, que la había obligado, por amor, a desafiar a su familia, a su hogar e incluso a su raza...pero todo lo que recibió fue un rostro inexpresivo con una mirada vacua que se perdía en las olas.

El barco comenzó a agitarse violentamente. El tiempo se les estaba agotando y ambos lo sabían bien.

-Siempre fuimos distintos. Pertenecemos a mundos separados, tenemos realidades diferentes. Esto fue estúpido desde un comienzo. Nos divertimos, de cualquier modo-. repuso sin turbarse por fuera, pero desesperándose por las mentiras que salían de su boca ¡Si tan solo pudiera ella ver su corazón!  

-¿Diversión? ¿Solamente eso fue?- Ella ya no entendía nada. Las caricias, los besos, los 'te amo', todo se había sentido muy real como para que ahora estuviera escuchando esas palabras tan vacías, tan insensibles.
-Si.- La apartó de su lado aún más, se incorporó y dio media vuelta en la cubierta de aquel barco pesquero.
-Entiendo- dijo ella con el corazón roto. Miró hacia las aguas agitadas y se lanzó al mar.

El la miró nadar, como aquel día en que la conoció. Su majestuosa cola de pez reflejaba tornasolada los distintos tonos de verdes y azules que adoptaban sus escamas.

Se preguntó si algún día volvería a tenerla entre sus brazos. La respuesta obvia llegó a él con las primeras lágrimas que se mezclaron con gotas de la lluvia que se había estado anunciando toda la tarde. Cerró los ojos y escuchó a lo lejos su hermoso canto, ese que era solo para él, solo que ésta vez la canción era triste, un sonido desgarrador.  Volvió a interrogarse a sí mismo si no hubiera sido lo correcto despedirla con un beso o una palabra de cariño y nuevamente la respuesta llegó sola, esta vez acompañada de más sollozos y relámpagos. Había hecho lo que debía. Era la única forma de dejarla ir.

Cuando la perdió de vista el viento cesó de golpe. La lluvia dejó de caer y las nubes se abrieron dejando paso a un cielo estrellado tan azul como los ojos de esta mujer de mar, la única mujer a la que él había amado.

Volvió a la cabina del bote y regresó a la orilla. Fue la última vez que estuvo en altamar. 

sábado, 4 de enero de 2014

Persecución.

-¡¿Y si me dejás en paz?!
Gritó al vacío con toda la fuerza que le dieron sus pulmones, agitados de tanto correr. Ya había perdido la noción del tiempo y no recordaba cuánto llevaba escapando.
Dobló la esquina hacia el oscuro callejón, bien sabía que no era la mejor idea si lo que deseaba era huir, pero en la desesperación la razón le quedó completamente nublada.
Escuchó los conocidos pasos que se acercaban. No corrían, iban despacio. Era como si estuvieran completamente seguros de que no importara donde ella se escondiera, la encontrarían; como si no importara lo rápido que ella corriera, la alcanzarían; y no importara lo mucho que ella se resistiera, terminaría sucumbiendo.
Siguió su carrera hacia el fondo de callejón, como era de esperarse no había lugar a donde ir. El oscuro lugar terminaba en una reja en cuya cima se enredaba un alambre de púas filoso y oxidado.
Se llevó una mano a la boca, intentando detener sus incesantes jadeos, pero los pasos no necesitaban escucharla para saber por dónde debían ir y continuaban, seguros y calmos, su camino.
Desesperada, comenzó a trepar con una fuerza que ni ella misma sabía que poseía. El alambre de púas rasgó sus ropa y cortó su carne pero no se detuvo a lamentarse mientras saltaba del otro lado de la reja.
Cojeando un poco por la herida, pero decidida a salir de aprietos, echó a correr nuevamente. Las lagrimas brotaban de sus ojos, pero el frio viento de la noche se las llevaba antes de que pudieran recorrer sus mejillas.
Ya nada le importaba, ni el dolor que sentía en su pierna, ni la sangre que la recorría cual río, ni el ardor creciente en sus pulmones. Tenía que escapar, no habría otra oportunidad si no lo hacía.
Creyó oír una carcajada resonando en la helada nada. Gritó, pero el sonido nunca salió de su garganta.
A punto de perder la cordura, una luz se abrió camino en las tinieblas: miró hacia el frente y se sintió aliviada, lo había conseguido y eso que estaba observando no era otra cosa que su casa.
Arrastró su pierna lastimada hasta la puerta y tanteó sus bolsillos en busca de la llave. Intentó calmarse para poder hacer que la cerradura girara.
La puerta se abrió y entró cerrándola tras de sí, poniendo el pasador y a la vez trancandola con la silla más cercana.
Ya más relajada, respiró profundamente. Se quitó el pantalón rasgado y limpió la herida con alcohol. El ardor del líquido al contacto con su piel no era nada comparado con la tranquilidad de sentirse segura nuevamente. Vendó la herida y pensó que eso bien le valdría un par de inyecciones anti-tetánicas de las que siempre hablaba su madre cuando algo así pasaba.
El ardor en su pecho aún no se había ido, pero podía sentir como se disipaba poco a poco, como si el viento suave soplara las nubes de tormenta y las apartara.
 Lloró nuevamente, pero con una sonrisa de gratitud entremezclada con gozo en los labios.
Subió a su habitación y encendió la luz. El mundo se sacudió.
Ahí, parada frente a la pared opuesta, estaba la persona a la que ella más temía, la persona de quién había estado huyendo toda la noche. No le fue posible, no lo había logrado, no había podido escapar después de todo.
Se dejó caer completamente pero poco a poco en la locura. Entonces, abrazando el último instinto de supervivencia que le quedaba, arremetió con todas sus fuerzas contra ese ser maligno que la había atormentado toda la noche.
El rostro de la persona se resquebrajó y se empapó con sangre. Pequeños trozos de vidrio cayeron al piso.
Tomando uno de ellos, se acercó a contemplar su imagen reflejada en aquel espejo hecho pedazos. Acercó el pequeño trozo de vidrio a sus venas.
De más está decir que el único monstruo del que es imposible escaparse, es de uno mismo.