-Creo que me deje llevar demasiado por la corriente- le dijo mirando hacia
el horizonte donde el cielo se fundía con el mar.
El sol caía rendido en el firmamento, mientras sus cálidos pero ya más cansados
rayos, teñían las nubes y todo lo que
tocaban de colores que iban del dorado al anaranjado.
El marinero la miró sin reírse, pensando que esa metáfora era realmente
innecesaria. El barco se mecía con el sutil oleaje. La costa estaba lejos y en los ojos azules de
la muchacha se perdía su mundo. Estiró su mano para tocar la de ella. El roce
de su piel era exquisito, suave, terso, tan distinto a lo que se debía sentir
el tacto de la suya: rugosa, curtida por el oficio. La retiró inmediatamente, cada caricia dolía
una eternidad en ese momento.
Estaban los dos solos, y solos habían estado por los últimos seis meses.
Encontrándose siempre en el lugar acordado a la hora convenida y entregándose
el uno al otro en un sin fin de caricias. Solo el viento, el mar y el sol que
besaba sus pieles eran testigos de aquella pasión prohibida.
Se habían conocido casi por casualidad, cuando un día de pesca
particularmente infructífero, él la rescató de las garras del voraz océano. La
primera vez que se vieron quedaron pasmados el uno con el otro, sin poder decir
palabra. En toda su existencia nunca
habían encontrado a alguien que los dejara así: helados, sin aliento. Era
absurdo, ridículo, totalmente descabellado...pero era, a su modo, realmente
perfecto.
Supieron desde el primer momento que su destino no era estar juntos.
Reconocieron en el otro un mundo opuesto, distinto, ajeno, una barrera
imposible de traspasar sin importar cuánto las historias infantiles prometieran
que el amor todo lo puede. Sin embargo, bastó con esa primera mirada
intercambiada para que se enamoraran profundamente.
Ese día el tiempo pasó casi sin que
lo notaran y se volvió noche, y la noche volvió a ser día sin que lo
advirtieran. El amanecer los sorprendió enredados en el más pasional de los
primeros besos. Al momento de separarse, ninguno de los dos quería partir. Sin
embargo, él debía haber llegado a su casa hacía horas, y no sabía por cuánto
tiempo podía ocultarle su paradero a su esposa sin que comenzara a oler la
verdad. Y ella, vivía tan... lejos de ese lugar que el simple hecho de que sus
caminos se hubieran cruzado parecía un capricho del destino, que goza de ser
muy cínico en ocasiones.
Y ahora, seis meses más tarde, se encontraban en la misma situación. Solo
que quizás ésta despedida fuera la última. El viento cambió de repente y
entendieron que ella debía partir.
-Sabíamos que no era un "felices para siempre"- le susurró al oído con esa voz dulce y
melodiosa que lo hacía doblegarse.
-Pensé que aún así valía la pena intentarlo- repuso él, casi desganado. El
corazón le palpitaba con fuerza y los ojos le ardían, pero sus palabras eran frías
como las aguas que se movían debajo de ellos. El viento comenzó a soplar,
enojado, con más fuerza. Las nubes doradas y anaranjadas se volvieron negras y
el sol desapareció tras su manto tempestuoso.
-¿Y no lo valió?- dijo ella, intrigada y un tanto sorprendida mientras se
acomodaba en su hombro como tantas veces lo había hecho, esperando una
retracción, una broma o alguna respuesta cursi que le diera una excusa para
mirarlo profundamente a los ojos y besarlo.
El día se hizo noche de repente y la fuerza de los relámpagos comenzó a amenazar
con descargarse sobre la tierra.
-No- Dijo tajantemente. Una lágrima rodó por su mejilla, pero la ocultó
antes de que ella la notara. La empujó suavemente para que se alejara de su
hombro.
-¿No? ¿ni un poco?- un sabor amargo inundó su boca, estrechó sus manos una
con la otra y comenzó a frotarlas inconscientemente, en un gesto casi
desesperado. Todo lo que quería era escuchar las últimas palabras de ternura de
aquel que se había llevado su corazón y su alma, que la había obligado, por
amor, a desafiar a su familia, a su hogar e incluso a su raza...pero todo lo
que recibió fue un rostro inexpresivo con una mirada vacua que se perdía en las
olas.
El barco comenzó a agitarse violentamente. El tiempo se les estaba agotando
y ambos lo sabían bien.
-Siempre fuimos distintos. Pertenecemos a mundos separados, tenemos
realidades diferentes. Esto fue estúpido desde un comienzo. Nos divertimos, de
cualquier modo-. repuso sin turbarse por fuera, pero desesperándose por las mentiras
que salían de su boca ¡Si tan solo pudiera ella ver su corazón!
-¿Diversión? ¿Solamente eso fue?- Ella ya no entendía nada. Las caricias,
los besos, los 'te amo', todo se había sentido muy real como para que ahora
estuviera escuchando esas palabras tan vacías, tan insensibles.
-Si.- La apartó de su lado aún más, se incorporó y dio media vuelta en la
cubierta de aquel barco pesquero.
-Entiendo- dijo ella con el corazón roto. Miró hacia las aguas agitadas y
se lanzó al mar.
El la miró nadar, como aquel día en que la conoció. Su majestuosa cola de
pez reflejaba tornasolada los distintos tonos de verdes y azules que adoptaban
sus escamas.
Se preguntó si algún día volvería a tenerla entre sus brazos. La respuesta
obvia llegó a él con las primeras lágrimas que se mezclaron con gotas de la
lluvia que se había estado anunciando toda la tarde. Cerró los ojos y escuchó a
lo lejos su hermoso canto, ese que era solo para él, solo que ésta vez la
canción era triste, un sonido desgarrador. Volvió a interrogarse a sí mismo si no hubiera
sido lo correcto despedirla con un beso o una palabra de cariño y nuevamente la
respuesta llegó sola, esta vez acompañada de más sollozos y relámpagos. Había
hecho lo que debía. Era la única forma de dejarla ir.
Cuando la perdió de vista el viento cesó de golpe. La lluvia dejó de caer y
las nubes se abrieron dejando paso a un cielo estrellado tan azul como los ojos
de esta mujer de mar, la única mujer a la que él había amado.
Volvió a la cabina del bote y regresó a la orilla. Fue la última vez que
estuvo en altamar.