Nunca había sido el tipo de dama
de sociedad que a sus padres les hubiera gustado que fuera. Arruinó tres
matrimonios arreglados en menos de cuatro años, y su fama de caprichosa estaba
empezando a pesarle a la familia.
Su madre ya había agotado todos
sus esfuerzos de sermonearla para que dejase sus berrinches de niña malcriada y
tomase al próximo hombre de bien que se presentara a su puerta. Ella, sin embargo, no tenía ninguna intención
de casarse con quien la escogiera sin su consentimiento. Ella quería algo más.
Acostada en su cama, Camille
observaba cuidadosamente el techo. La seda de sus ropas de dormir acariciaba
suavemente su tersa piel. Desviaba la mirada a los rincones, como si estuviera
escrudiñando las sombras en búsqueda de una rata… ¡y qué rata estaba buscando!
Sonrió al escuchar los conocidos
tres golpeteos en la ventana. Se quitó las sábanas de encima y dejó que el
viento helado de la noche inundara el cuarto.
Por la abertura ingresó al aposento un ser extraño: un hombre
sobrenaturalmente apuesto, de cabello cobrizo, piernas largas y postura
erguida.
Ella se lanzó a sus brazos sin
pensarlo dos veces. El extraño la tomo
por la cintura y ambos se envolvieron en un apasionado y largo beso.
-Sabía que iba a venir- dijo
ella, apartando al hombre sutilmente, con las manos todavía en su pecho.
-Nunca la dejaría esperando, my
lady- contestó el caballero, quitando un mechón de cabello del rostro de
Camille. Sus uñas estaban largas y afiladas, pero perfectamente pulidas y
arregladas.
Delicada pero firmemente él la
llevó a la cama y allí consumaron su amor, como tantas veces habían hecho ya,
al amparo de la luz de la luna.
-¿Y ya lo has decido?- Preguntó
la muchacha, mirándolo a los ojos, una
vez terminado su ritual prohibido. Ella estaba apoyada en su pecho, con el
cabello alborotado y la piel brillante de sudor.
-¿Decidir qué?- contestó él, con
un tono indiferente pero con una sonrisa maliciosa.
-¿Cómo que qué? Si has decidido
sobre nosotros. Comprenderá que ya no me es posible desposar a nadie más que a
usted, puesto que me ha poseído como solo un esposo debería poseer a una dama-
respondió, un tanto alterada.
-Oh, no se preocupe por eso, my
lady, usted sabe que estaré a su lado hasta el día de su muerte.
Ella sonrió y se acurrucó en el
lecho junto a su amante. Quedó profundamente dormida en cuestión de segundos.
El hombre la contempló durante
unos momentos y recorrió su cuerpo con sus manos sutilmente, inspeccionando
cada rincón. Se sonrió. Despacio, se libró de las ataduras de los brazos de la
joven, no sin antes susurrar algo en su oído. Ella apretó los ojos y se dio
vuelta en su cama.
Él se fugó por la misma ventana
por la que había entrado.
A la mañana siguiente, pese a las
horribles pesadillas que la culpa de dama de sociedad le traía cada que tenía
un encuentro nocturno, Camille despertó con una sonrisa. Buscó con los brazos a
tientas el cuerpo de su adorado, sin encontrarlo. La sonrisa se le desdibujó,
aunque realmente nunca esperase hallarlo junto a ella cuando despertaba. De
hecho, a veces ella llegaba a preguntarse si en realidad estaba loca y su
elegante caballero no era otra cosa que un sueño o un producto de su
imaginación.
Sus criadas llegaron a la hora de
siempre, la vistieron como siempre, y la ayudaron como siempre a hacer sus
tareas de dama.
Durante el almuerzo y la cena no
probó bocado, y de su usualmente habladora boca no salieron más que palabras de
cortesía y respuestas sumamente necesarias, pero a la vez escuetas, cuando algo
se le preguntaba.
Llegó a su cuarto media hora antes de lo que
solía hacer habitualmente. Despachó a las criadas temprano, sin permitirles que
la ayudasen a salir del apretado corsé y el pesado vestido.
Se miró al espejo, sus rulos
caían en cascada sobre su piel pálida. Sus ojos marrones clavados en su reflejo
vieron relucir el puñal que levantó con sus dos manos y enterró en su propia carne.
El rojo carmesí de la sangre inundó su falda de brocado. Sintió frio.
Un par de ojos rojizos refulgieron
a sus espaldas, un elegante caballero de cabellos cobrizos, piernas largas y
postura erguida, salió de entre las
sombras del cuarto en penumbras y se acercó al cuerpo sin vida de Camille. La
besó en los labios y removió el puñal de su pecho.
Acto seguido, con el mismo filo que
había acabado con la vida de su amada, le abrió el estomago de par en par y de
el sacó a una pequeña criatura deforme y escamosa. Lo tomó en brazos y lo acunó
para que no llorara.
Con la sonrisa mas macabra de
todas, el incubo salió de la habitación cargando al recién nacido y, abriendo
un enorme par de alas membranosas, planeo hasta perderse en la espesura de la
noche.