sábado, 19 de abril de 2014

Diecinueve y todo igual.

Solo sé que corría. Un pié delante del otro  con toda rapidez, cuidando de no tropezarme. Mi pecho comenzaba a arder y el aire salía de mis pulmones en mayor cantidad a la que entraba.
No quería mirar, sabía que si me daba vuelta iba a darme cuenta de que, no importaba cuántos kilómetros me parecía haberme alejado, no me había movido ni un centímetro.
No entendía por qué no podía escapar. Era como si eso estuviera en todo momento acompañándome. No me daba tregua.
A veces parecía haberlo perdido,  miraba hacia atrás y sonreía aliviada. El alivio tan solo duraba un par de días, la realidad se encargaba de cachetearme cada vez que me sentía relajada. Solo reaparecía, como reaparecen las flores terminado el invierno. Y cada vez que lo hacía, se apoderaba un poco más de mi.  
 Y ahí estaba de nuevo. Burlándose de mí, mofándose de mi rostro ardido y mi aliento entrecortado, bebiendo de la sal que salía de mis ojos agotados... Y dejándome ese mal sabor en la boca.