Miró sobre la mesa de trabajo y repasó qué era lo que tenía. Con un suspiro
confirmó lo que más temía: su trabajo se reducía a un montón de papeles
abollados y mil ideas truncadas, ninguna prometedora. Toneladas de imágenes
incompletas, fantasmas pálidos de semillas que habían muerto antes de florecer.
Se limpió las manos manchadas de acrílico, dispuesto a dar por finalizada
la sesión de trabajo de esa noche. Era claro que su obra maestra, esa pintura
que lo catapultaría fuera de ese mugroso mono ambiente de aquel viejo edificio
en calle Alberdi, no iba a nacer esa noche.
Se quitó la camisa vieja que usaba para pintar y pensó en sus manchas. Cada
mancha había representado un cuadro, un instante, un momento de su vida que se
había ido para no volver, pero que él había logrado inmortalizar. La roja era
el día que conoció a Malena, pintó seis horas seguidas pensando en sus labios.
La azul pertenecía al día que le dijo adiós, gastó todo el pomo de oleo
coloreando aquel anochecer callado y triste. La verde aún le olía al perfume
que su madre se ponía para caminar por la plaza todos los viernes por la tarde,
lo había pintado mientras la observaba oler un crisantemo...continuó examinando
una a una las manchas con una sonrisa nostálgica y se encontró con algo que
nunca había visto antes: una pequeña, pero imponente, mancha color rosa.
De todo el espectro de colores, no podía pensar en uno que le resultara más
repulsivo que el rosa. Tal era su aversión por la tonalidad en cuestión, que se
había ocupado obsesivamente de no permitir que éste entrara en ninguno de sus
cuadros. Ni flores, ni mejillas ruborizadas, ni lenguas de cachorritos: todo
eso era una "mariconada" y no iba a ser una "señora gorda de la
pintura decorativa". Ni siquiera poseía
un pomo, de ningún material, de tal color.
Sin embargo, la evidencia decía más que sus palabras: la mancha estaba
ahí, demasiado uniforme para ser una accidental mezcla de rojo y blanco,
demasiado presente para ser solo una ilusión provocada por el cansancio o el
litro y medio de café negro. Cualquiera lo hubiese dejado pasar, colgado la
camisa y puesto su mente en otra cosa...pero él no era cualquiera. La idea se
convirtió rápidamente en una pequeña obsesión y la curiosidad nubló sus
sentidos.
Abrió el armario que contenía todas sus obras. Las revisó una a una,
detalle a detalle, línea a línea. Todas se encontraban exactamente como él las
esperaba: sin un solo maldito rastro de rosa ¿Entonces qué era esa desagradable
mancha en el cuello de la camisa? ¿Acaso alguien se había atrevido a ponerse su
uniforme de trabajo? ¿Era posible que se hubiera manchado con otra cosa?
Y el recuerdo lo golpeó como un tren a toda velocidad.
¡Una caja! El color rosa pertenecía a una caja. Un alhajero viejo,
desgastado, que su madre le había regalado por ser una "reliquia
familiar" y que él había cuidadosamente desteñido por ser... ¡rosa!
Había guardado algo importante en ese alhajero, algo que hacía meses que
sentía que le estaba faltando, sin saber qué era. Revisó sus cajones, sus
armarios, cada rincón del departamento buscando desesperadamente y sin entender
bien por qué. Puso el lugar boca abajo y
sus ideas boca arriba hasta que por fin, cuando levantó su cama, lo encontró.
Estaba cerrado con llave, pero la emoción era demasiado grande como para
preguntarse cómo abrir la cerradura. Estrelló el alhajero contra el piso y éste
se hizo mil pedazos.
La caja estaba vacía, excepto por una nota arrugada que recogió
inmediatamente. Era su caligrafía, la reconocía muy bien. En letras grades y
con trazo muy firme estaba escrita la frase "HORA DE DESPERTAR".
Abrió los ojos y las luces de la sala de terapia intensiva lo encandilaron.
El sonido firme del monitor cardíaco lo aturdió y la habitación le dio vueltas.
Tosió un poco e intentó incorporarse.
Lo primero que reconoció fue a una avejentada Malena sentada al lado suyo,
que lo miraba desconcertada, incapaz de reaccionar. La sala se llenó de gritos
eufóricos y rostros emocionados en cuestión de minutos.
Intentó poner sus ideas en orden mientras el tropel de médicos se
precipitaba arriba suyo y le llenaba el cuerpo de aparatejos.
La gran verdad, era que nunca había pintado un solo cuadro en toda su vida.